Por Silvina Ribotta, Profesora de Filosofía del Derecho de la UC3M
Las pestes nunca han matado por igual.Los seres humanos no hemos enfermado ni muerto independientemente del lugar que ocupamos en la estructura social. Claramente hay personas y colectivos de personas que se encuentran, que nos encontramos, en mayor desventajada social, política, económica, jurídica, con menor acceso a las ventajas sociales y al desarrollo de las libertades, con menos posibilidades para el desarrollo de nuestros planes vitales y, en general, con menor calidad de vida.
Con la actual pandemia, se nos había hecho creer que su potencia letal radicaba en que afectaba a todos por igual. Diagnóstico que, aparte de equivocado, permite cuestionarnos si gozaría de menor rechazo y preocupación mundial si afectara a determinados colectivos o grupos humanos, a los vulnerables de siempre (como pasó y pasa con el VIH-SIDA). Esta pandemia que estamos viviendo, parece más grave porque esta vez las víctimas no son los de siempre, sino que también podemos ser víctimas lxs que solemos estar al margen de las tragedias mundiales. Asunciones que no sólo son moralmente cuestionables, sino que son falsas. Como recuerda Judith Butler, la COVID-19 ha demostrado que la comunidad humana es igualmente frágil, pero la desigualdad social y económica en la que vivimos asegurará que el virus discrimine (Sopa de Wuhan, Pensamiento contemporáneo en tiempo de pandemias, marzo 2020). Y esta situación de desigualdad homicida no es sólo particular al Covid 19 (Garret, Laurie, The coming plague: Newly Emerging Diseases in a World out of Balance, Picador, New York, 2020-1995).
En esta desigual oportunidad de lesionar y matar que tienen los virus, pestes y enfermedades que se vinculan de manera estrecha con quiénes las personas son y cuál es su lugar en la estructura social, los humanos nos aseguramos que el virus discrimine, y de manera eficaz, direccionada con una estructura sólida de violencia institucionalizada contra los humanos más vulnerabilizados, debido al entrecruzamiento fatal de capitalismo, heteropatriarcado, colonialismo, capacitismo, entre otras lesiones directas y transversales que impactan de manera grave en las posibilidades de vida.
Entre estos grupos, las mujeres son, causalmente, las más excluidas entre los excluidos, las más pobres entre las personas pobres, las más vulnerabilizadas entre lxs vulnerabilizados en todos los grupos y en todo el mundo, porque sufren los efectos perversos de la pandemia por su sexo-género, y como mujeres situadas y diversas, por formar parte de otros colectivos históricamente excluidos o en especial riesgo o en situación de mayor vulnerabilización, como migrantes o en situación de movilidad humana, personas mayores, niñas y adolescentes, personas con afecciones médicas preexistentes, personas privadas de libertad, pueblos indígenas, personas LGBTIQ+, afrodescendientes o pertenecientes a grupos étnicos o raciales discriminados, personas con discapacidad, personas en situación de calle, personas en situaciones de pobreza.
No hablamos de brechas ni de techos de cristal, sino de abismos de desigualdad y techos de hierro, que impiden de manera clara alcanzar la igualdad que se proclama desde la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948. Lo explican, entre muchos otros, el Informe del PNUD de 2020 United Nations, United Nations Development Programme, Human Development Report 2020. The next frontier: Human Development and the Anthropocene, NY, 2020 (http://hdr.undp.org/sites/default/files/hdr2020.pdf) y el Informe que elabora cada año el Foro Económico Mundial sobre la evolución de la brecha de género entre hombres y mujeres en todo el mundo, que señala que ningún país ha logrado la paridad de género total y que se tardarían más de 135 años para lograr la igualdad de género en el mundo, aumentando en relación al Informe anterior, específicamente porque las mujeres desarrollan los trabajos más precarios en los sectores que han sido de los más afectados por la pandemia (WORLD ECONOMIC FORUM, Global Gender Gap Report, Insight Report, Suiza, Marzo 2021).
Sin duda, la tan anhelada normalidad que hemos perdido, era también una normalidad de hambre, desesperación, necesidades básicas insatisfechas, enfermedades prevenibles que se transformaban en mortales, cotidianeidades de pobreza y exclusión, salud como negocio, criminalización y feminización de la pobreza, violencias estructurales y directas, guerras construidas para comerciar y explotar y diversas injusticias sociales para gran parte del mundo. Normalidades de exclusiones y discriminaciones lesivas y homicidas con impactos diferenciados e interseccionales en la calidad de vida y derechos humanos especialmente en las mujeres.
La mejor vacuna, el mejor tratamiento, la mejor medicina, como lo era antes de la pandemia y lo será todavía más acuciante ahora, exige genuina justicia social feminista.